El Barcelona de 2014

Dirigir al FC Barcelona solía ser complicadísimo. Aún lo es, probablemente. Quizá ahora lo sea más que nunca.

Los años de vino y rosas con Guardiola, y el año de Vilanova, han hecho olvidar ciertas cosas. Han hecho que el banquillo culé parezca un lugar relativamente cómodo, desde el que se disfruta de un equipo que juega de memoria. Incluso después de la eliminatoria con el Bayern, cuyo escozor se amortiguó con una Liga triunfal y con el retorno a Londres del aborrecido José Mourinho. Los años dulces han relegado a la condición de vago recuerdo las convulsiones del entorno, la hipersentimentalidad de la afición, el peso de la cuestión política. Todo eso sigue ahí, semioculto tras los trofeos.

El equipo goza de una admiración planetaria, pero tiene que afrontar varios relevos delicados. De forma urgente el de Puyol y el de Valdés, que son difíciles, y a corto plazo el de Xavi, que es dificilísimo. Necesita pensar algo para reforzar a Sergio Busquets, porque los rivales (no sólo el Bayern, casi todos) han descubierto lo rentable que resulta apretar en el bajo vientre del centrocampismo culé. Y, por supuesto, ha de resolver con éxito la incógnita de la ecuación Messi-Neymar.

Esa es la parte sencilla del trabajo. El nuevo entrenador partirá con un lastre: no será Pep Guardiola. Pep era el técnico perfecto porque era catalán, era de la casa, sabía manejar a la prensa y al público, representaba la herencia conflictiva y a la vez irresistible de Cruyff y, sobre todo, ganaba. Ganó desde el principio, y se fue cuando aún no se notaba demasiado que había dejado de hacerlo. Vilanova también era catalán, también era de la casa, sabía actuar con diplomacia, ganó lo suficiente en su única temporada y gozaba de una prima de simpatía por su enfermedad.

Al FC Barcelona no le basta con un buen técnico. Desde Udo Lattek a Hennes Weisweiler, desde Louis van Gaal a Bobby Robson, desde César Luis Menotti a Luis Aragonés, una larga lista de buenos entrenadores han comprobado que ni con grandes futbolistas (tipos como Maradona, Schuster o Ronaldo abandonaron el Camp Nou con unos resultados inferiores a lo esperado) funcionan bien las cosas. Cuesta. Siempre ha costado. Y ahora más.

Guardiola, como Cruyff en sus cuatro años buenos, consiguió generar un mecanismo virtuoso. Cualquier invento salía bien. No en cuanto a fichajes, aunque sí en los dos apartados fundamentales: un juego distintivo y un talante apropiado para manejarse con una afición sentimentalmente volcánica. Lo de los sentimientos es muy importante. Cualquier cosa se olvida cuando se alza una orejuda, pero eso no pasa todos los días. La rutina incluye comprender, o al menos asumir, que el FC Barcelona y su afición más cercana, la que más se hace oír, han saltado desde el catalanismo tradicional a un nacionalismo soberanista (con todos los matices que se quiera) muy sensible, natural y necesario para unos, incómodo para otros, insoslayable para todos.

El mecanismo virtuoso puede convertirse en círculo vicioso si el equipo no consigue buenos resultados. Eso también le ocurre al Real Madrid, y a la Juventus, y al Manchester, y al Bayern, y al resto de potencias. El Barça, sin embargo, necesita algo más que juego y resultados para evitar el descarrilamiento. Necesita sintonizar con los suyos, con un público que no necesariamente acude al Camp Nou pero considera al club un instrumento esencial para la construcción de una determinada Cataluña. Y el entrenador que llegará será, salvo catástrofe súbita, el hombre que ocupará el banquillo durante 2014. El tercer centenario de la caída de Barcelona en la guerra de sucesión española (o de secesión catalana, según el manual nacionalista) va a marcar, con o sin referéndum soberanista, un año tenso, abundante en polémicas, con riesgo de frustración en un lado o en otro, o, tratándose de Cataluña, posiblemente en ambos. Eso se notará en la grada. Si el fútbol no genera pasión entre el público, se volcará la pasión en lo otro.

El banquillo del Barça permaneció inmune a esos asuntos en los años del salto al soberanismo impulsado por Laporta, y continuado sin perceptible entusiasmo por Rosell, porque el entrenador era uno de los nuestros. Quien venga no hablará el catalán de Guardiola y Vilanova, ni conocerá tan bien como ellos la suspicacia ambiental ante cualquier gesto u omisión. Necesitará la bonhomía de Rijkaard, la suerte de Cruyff y el tacto de Robson, además de hacer un gran trabajo, para salir del paso. Será un trabajo complicado.